Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 28 - Otoño 2012
Asociación Cultural Ars Creatio - Torrevieja

 
Baño José Manuel Sala Dí­az


Encontraste la puerta antes de que alcanzaran el piso de arriba; fuiste veloz, y también ágil; siempre lo fuiste cuando querías, ¿no es cierto? Tras poner el pestillo, el mundo que tenías a tu alrededor, ése que habías odiado y transitado tantas veces, quedó en un extraño lugar distante: el frasco de cristal con ligeras imperfecciones, la pastilla de color salmón lacerada suavemente por los costados; las cortinas inundadas por un cálido vapor humeante. Todo esto se alejó de ti con un soplo de tu respiración, imprudentemente ronca.

Casi enferma.

Pero te diste cuenta.

Tus labios se cerraron de una manera curiosa. Un eco ahogado. Tu cuerpo exhausto por la carrera no quería detener sus propios estertores.

Pero lo obligaste. Lo forzaste a callarse. A permanecer en silencio.

Y entonces, tras unos segundos de balbuceo atragantado, ni siquiera te preguntaste por qué, o cómo, o si era justo o innecesario, lógico o predeciblemente trágico. Tampoco fuiste más allá, claro. De nuevo, volviste a limitarte.

El suelo de losas blancas ardía de frío. Sin apenas incorporarte, te arrastraste hacia el pomo dorado y acercaste el oído junto a la madera. Después, muy, muy despacio, como si conjuraras un extraño hechizo que sólo tú fueses capaz de comprender, prestaste atención. Cerraste los ojos.

Un coche por la carretera que daba el patio trasero de la casa. Tal vez dirigiéndose sin demasiada prisa hacia la zona noreste de la ciudad, allí donde los vehículos y los sonidos se funden en una cacofonía de metales y gritos, donde los semáforos aceleran la cadena de metales y humo con cada una de sus metamorfosis. Casi sientes lástima por aquel sonido dirigiéndose por la calle, seguramente desierta. Al menos, así la encontraste cuando saltaste la tapia de tu casa. Hace media hora escasa.

Hojas secas en el patio arrastradas por el viento. La veleta de hierro empezando vueltas que nunca terminan de completarse, prometiendo una ventisca al final del día. Quizás llueva. Lluvia de verano. Eso te gustaba.

El sonido del frigorífico. Dejaste la puerta abierta cuando entraste en la cocina para buscar algo de comer. Ahora se ha quedado obstruida, parapléjica, revelando una delgada línea de ámbar brillante. Si nadie hace nada en pocas horas, el hielo empezara a cubrir la herida abierta. El generador se colapsará y los plomos de la casa saltarán con un gemido eléctrico. Esperas que no pase, y sólo por un momento deseas que algo malo no le suceda a la casa, los recovecos oscuros y fríos donde aprendiste a dar tus primeros pasos; que todo se arregle antes de que sea demasiado tarde.

Pero sólo es un instante.

La televisión encendida. Oyes las palabras del presentador pero no las escuchas. Los aplausos metálicos se repiten como gotas contadas en una medicación, un bálsamo que debería de añadir un eco de tranquilidad al ambiente. Pero no lo consigue. Todo está envenenado ahí en el piso de abajo, y tú lo sientes, aunque no estés ni hayas estado ni vayas a quedarte. Lo sabes.

Tu madre, en algún lugar del piso de abajo, su cuerpo encogido en alguna esquina del salón. Su rostro inundado por las lágrimas. Aún no se ha atrevido a moverse desde que te vio por la puerta.

La bestia ladrando afónica sin atisbo de detenerse, dibujando imperfectos radios en torno a los sillones. Habrá pisado y levantado la alfombra. Seguro. Te fuiste antes de educarlo a cómo comportarse. Ya ni siquiera recuerdas su nombre, aunque fuiste tú quien lo bautizó. Da igual. Los nombres apenas importan. La bestia acaricia su cola por los muebles, implorando caricias con sus inmensos ojos lúgubres. Ya no es el animal que una vez sostuviste bajo tus brazos. Está cansado. Las sombras de la casa se apoderan de los habitantes que transitan entre sus paredes, los envejecen más rápido hasta convertirlos en estatuas asustadas.

Inmóviles. Pero tú eso ya lo sabes.

Los peces de colores chillones saltando impedidos sobre la alfombra persa. Aleteos apocados que prometen agotarse pronto. La gelatina de sus ojos contempla la lámpara del techo; el foco izquierdo no funciona. Alguien debería de arreglarlo.

La pecera. El sonido gutural del sistema de limpieza vomitando pesadas burbujas de mercurio que estallan en la superficie. Te preguntas si quedarán ahora peces entre esas cuatro paredes transparentes. Cuando metiste la mano para excavar entre el fondo de piedras cárdenas estaban todos, sonámbulos moviéndose en fila india frente al grueso cristal invisible. Hubo un tiempo en que llegaron a convivir veinte destellos dorados. Antes. Pero tú aún lo recuerdas.

El Tesoro. Una de las bolsas que sacaste de la pecera, su contenido esparcido por accidente; el tintineo de mil cristales incapaces de detenerse, volando en horizontal por el parqué pulido sin atisbo de detenerse. Esperabas que alguien avisara a las sombras, pero no los creías tan rápidos. Fue un contratiempo, pero reaccionaste bien. Siempre fuiste ágil, ¿no es cierto?

Tu habitación. No habías escondido el Tesoro ahí, por supuesto. Demasiado obvio. Demasiado fácil. La viste de reojo en mitad de la carrera hacia el piso de arriba. Ahora la escuchas: sábanas cubriendo todos los recuerdos de tu infancia, los pliegues ondeándose suavemente. Atiendes por un instante los recuerdos de toda una vida, sus relieves y aristas deslizándose por el viento, sus dimensiones volviendo a tu cabeza como ecos de una era imposible.

La escalera del piso de arriba. Sus vértebras de astilla todavía crujen por la rabia con la que te agarraste a ella para impulsarte, como si quisieras salir huyendo tan rápido que no te bastaran las piernas. Un trampolín que te iba a salvar del abismo que tienes ante tus pies, que en vez de bajar te haría ascender, subir y subir más allá de la ciudad, y del tráfico, y de todas las cosas de las que pretendías escapar. Más allá de las estatuas asustadas y los recuerdos silbantes. Por fin más allá de todas las sombras.

Las sombras.

Las recuerdas entonces. Dejas de oírlas.

Las escuchas.

Palpita la madera del suelo a cada uno de sus pasos, directos todos hacia la puerta. Se han convertido en espectros por las ventanas de los dormitorios, los únicos destellos de luz que penetran como bisturís en el interior de la casa, siempre a oscuras e inalcanzable. Sus respiraciones, cada vez menos ahogadas y entrecortadas, más seguras a cada minuto que pasa. Poderosas.

Y tú lo sabes.

De repente, tu corazón quiere salir disparado de tu pecho. Un sobresalto. Una voz masculina, ronca, férrea, a escasos centímetros de tu cara, separada de ti tan sólo por la madera. Llamándote en la oscuridad. Incitándote a descubrirte.

Una mano, coincidiendo con esa voz, acariciando la puerta con suavidad, revelando su indiferencia entre el autoritario sonido de sus palabras.

Tu corazón, enloquecido, haciendo temblar todo tu cuerpo. Haciéndote preguntas.

Las pisadas prosiguen en el exterior y las tres sombras (te equivocaste al contar) se reúnen en torno a la puerta. Quizás algunas sonríen.

Quizás entonces caiga tu primera lágrima. Tu cuerpo tiembla, asustado. Casi enfermo. Crees que no lo puedes soportar más.

Pero entonces te das cuenta.

Serás valiente, en el último momento importante de tu vida, la última decisión plenamente voluntaria y consciente que podrás tomar nunca.

Abres la puerta. Quizás no llegues a tiempo y las sombras la abran. Quizás se abalancen sobre ti. Quién sabe. Quizás, sólo por un momento, pienses en todo lo que podías haber conseguido si hubieras podido escapar con el Tesoro. Te imaginarás sosteniéndolo entre tus manos, brillante, y entonces pensarás sólo en tus brazos y en tus manos, tus palmas, tan blancas, pulcras y radiantes. Tal y como eran antes. Pero como si te hubieran leído la mente, las sombras te las sujetarán y te arrastrarán como la bestia inválida que recorre el piso de abajo, buscando a su dueño. Luego, más o menos tarde, aunque el tiempo entonces ya no te importe, te llenarán la cabeza con preguntas y te dirán todas las cosas malas que has provocado. Cosas terribles. No les creerás al principio, claro, pero poco a poco irán haciendo mella en tu carne. Débil. Tu nombre se habrá convertido en tabú para tu familia para cuando seas mayor, y querrán que sientas lo mismo. Te silenciarán. Una onomatopeya baldía de la que sentirse culpable. Triste.

Inútil.

Pero quizás, quizás te repito, no todo sea así. Las palabras no desaparecen al pronunciarlas sino que permanecen en el aire, fraguando hacia formas más complejas, creciendo vertebradas con una fuerza inusitada y sorprendente. Prestarás atención.

Estarás alerta.

Y entonces, un día, quién sabe, el momento surgirá como un imprevisto. La sílaba surgirá de nuevo del dolor y del vacío y se detendrá quieta en alguna habitación hastiada de lágrimas. Será tu momento. No dejarás que se corrompa o se la lleve el viento.

No.

La recogerás del aire donde reposará tranquila, apagada, pero nunca más enferma. Tu mano la sujetará con delicadeza. Luego, con mucho cuidado, la conservarás en un lugar secreto, un escondite donde nadie pueda alcanzarla, lejos del veneno del resto de los sonidos. Y así, mantendrás tu nombre intacto, y vivo. Pase lo que pase, lo conseguirás. Estoy convencido.

Lo conseguirás.

Notas cómo tus piernas se van helando por culpa del suelo. Sientes la bolsa del Tesoro contra tu vientre, tan pegada a tu cuerpo que parece imposible que puedan separarte de ella. Miles de cristales empañados, brillando con el fulgor de cientos de soles.

La puerta palpita, impaciente.

Siempre fuiste veloz cuando querías, ¿no es cierto?

Contemplas el pomo. Respiras. Despacio. Sola. En la oscuridad.


 

Octubre, 2012