Te llamas Taitana.
Sé dónde en verdad descansas. Pero ahora, aquí, en este presente moribundo que se marchita más y más a cada minuto, a cada milésima de segundo, vuelves conmigo. Cierro los ojos un instante y el telón del olvido sube a toda prisa, enseñándome el camino, ensañándose con mis remordimientos. Te veo igual que te vi por primera vez, en aquella habitación hace diez años, sonriéndome como si nunca fueras a temerme, besándome como si nunca fueras a querer dejarme. Y yo te cojo la mano que tú siempre me tendiste y yo siempre ignoré, cambiando el pasado con este acto, cambiando toda nuestra historia, ahora mismo, en este escenario más allá del tiempo.
Una bala silba el aire y alcanza mi hombro. La metralla cruje por todo mi cuerpo. Hace minutos que he caído al suelo movedizo que trata de engullirme, cesar mi fútil zigzagueo, me retuerzo como un animal perdido, un juguete roto tratando de alzar la vista ante el vasto cielo vacío. El aire está infectado de sal y el viento arrastra espuma de un mar que aún no alcanzo a ver, por más que mis piernas tratan de escalar la arenosa colina de color ocre. Avanzo con los ojos cerrados tratando de esquivar el destino escrito sobre un suelo ensangrentado mientras tras de mí, los lobos acuden a saldar viejas deudas. Ya falta poco, me digo a mí mismo, mientras escapo de la realidad que cerca sobre mí su más férreo círculo; mientras me sigo mintiendo.
El ruido de las olas ya no puede estar más lejos.
Taitana. Sí. Casi estoy seguro de que ése era tu nombre, pero nunca lo recordé durante el tiempo que fielmente permaneciste a mi lado, durante sollozos y abrazos, durante peleas y gritos. Nunca te consideré especial salvo en este instante, ahora que me encuentro solo, nunca tan importante para mí excepto ahora, a poco metros para alcanzar el mar. A pocos metros para escapar de nuevo. Recuerdo cuando solías quedarte en la esquina de la habitación, acurrucada junto a la cama contemplando los sillones derribados por el suelo, la alfombra persa desgarrada del suelo como una segunda piel que hubiese querido escapar de aquel infierno que llevaba siempre conmigo a mis espaldas, el averno que como un huracán devoraba todo lo que se me cruzaba en mi camino.
Todo.
Recuerdo tus ojos verdes escudriñando mi mirada cuando cansado depositaba mi cuerpo ebrio sobre el sillón y entonces tú venías a consolarme, a besar con delicadeza mis manos. Tus ojos compasivos buscando un hálito de esperanza en mis pupilas confusas por la noche que me arrebataba el alma, poco a poco. Te obligaba a viajar de ciudad en ciudad, de costa a costa, siguiendo mi camino sin retorno, sin brújula que nos pudiera guiar a la vuelta. Te arrastré a los bares donde trataba de buscar fortuna, los sótanos donde trataba de ganar a la suerte envenenada, imponer mi fatídica voluntad desesperada, el destino que debía tener por derecho propio. Abusaba de tu amor con falsas promesas cuando las cosas marchaban como yo creía que debían ir bien.
Arranqué tu corazón cuando me precipitaba una y otra vez al vacío.
Están cerca. Puedo oír sus pisadas en busca de recompensa y sus gritos de júbilo, pero no podrán conmigo. Mis dedos escarban la arena tratando de conseguir en donde mis piernas han desistido, mis ojos permanecen cerrados tratando de conservar el momento, el instante erigido más allá de la fortaleza del olvido. Ya casi puedo oler el agua salada ante mis ojos. Ésa será mi carta maestra, mi última jugada que los dejará helados de asombro y miedo.
Porque aquí estás tú, Taitana, aquí a mi lado, y ellos no lo saben. Ellos no lo entenderían nunca, como yo aún no comprendo cómo aguantaste acometida tras acometida, asalto tras asalto. Escapando juntos una y otra vez por mi culpa, de ciudad en ciudad sin ancla alguna salvo nosotros mismos. Condenada por propia voluntad a soportar todos los reproches, todos los insultos, todos los golpes, ésos que no podían verse a simple vista, que producían fracturas más allá de la piel y que calaban y penetraban en tus sentidos. Quebrándote.
Taitana. Te olvidé la misma noche en que te amenacé con aquel cuchillo, la misma noche en que arrojé todo mi odio y rabia contra tu frágil cuerpo. La misma noche en la que tú me tendiste la mano, por última vez y yo la aparté con un golpe cegado por la rabia. Recuerdo verte bajar la calle con las manos cubriéndote los ojos, quizás llorando. Desapareciendo en la oscuridad para terminar con toda seguridad devorada por las calles, otro cadáver más de la noche salvaje. Lamentando con sus últimas lágrimas lo que acababa de perder. Para siempre.
El aire huele a metal, a navajas fugaces y balas silbando con el viento. La metralla aúlla, dueña ya de todo mi cuerpo. Pero es entonces cuando el olor del océano me embarga y vuelvo a sentir tu mano, cálida y llena de afecto. Taitana. Por qué vienes a buscarme incluso ahora, por qué nunca me dejaste por imposible. Por qué. Pero como ya te digo, todo eso ya no importa. Bajo corriendo las escaleras y aparto las manos de tu rostro cubierto de lágrimas. Dios, eres preciosa. Nunca te lo había dicho y te lo susurro al oído mientras te doy un abrazo; el dialelo de nuestras vidas estalla entonces en mil sentidos.
Permanecemos allí un buen rato, quietos, hasta que me doy cuenta de que estás tiritando por el frío. Me preguntas qué me pasa, que por qué estoy llorando. Y yo sonrío. Regresamos al hotel y nos acurrucamos juntos en la cama. En silencio. Esa misma noche clamaremos por las oportunidades perdidas que tuvimos que haber escogido; haremos el amor, cicatrizaremos las heridas que llevan abiertas demasiado, demasiado tiempo. Y luego, quién sabe. Quizás lo consiga ahora que estás aquí, Taitana. Quizás esta vez sea diferente.
Después de todo, quizás aún podamos salvarnos.
|