Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 2 - Primavera 2006
Asociación Cultural Ars Creatio - Torrevieja

 
Internet, democracia y sociedad Manuel Albaladejo Martí­nez
           
 
 
Instalado de manera perpetua en nuestras casas, puestos de trabajo, e incluso en nuestros lugares de ocio, a nadie se le escapa que algunos parámetros básicos de nuestra forma de vida en los países más desarrollados resultarían completamente distintos sin Internet. Desde principios de la década de los ochenta, y fundamentalmente a partir de mediados de la década de los noventa, se ha descrito Internet desde determinados ámbitos académicos como una tecnología esencialmente democrática que, a pesar de estar al alcance de muy pocos en una primera fase, supuestamente iba a terminar convirtiéndose en una herramienta fundamental a la hora de conseguir una verdadera descentralización posmoderna y, por consiguiente, un auténtico empoderamiento de los colectivos sociales más desfavorecidos o más alejados de los ámbitos de decisión. Con Internet, se suponía que el acceso a la cultura, a la información y, por lo tanto, a unas cada vez más importantes cuotas de poder por parte de la población mundial iba a derivar en una creciente democratización al alcance de los ciudadanos. No obstante, las abundantes noticias que aparecen diariamente en los distintos medios de comunicación refiriéndose en su gran mayoría a un uso poco provechoso de Internet e, incluso en algunos casos, un uso delictivo de la citada tecnología (pornografía infantil, fraude bancario, apología a valores tan poco democráticos como los vinculados al terrorismo, o tan poco saludables como los referidos a la bulimia o a la anorexia, etc.), han puesto en entredicho su supuesto potencial democrático. Por todo ello, para muchos estudiosos y eruditos en la materia parece haber llegado el momento de empezar a valorar críticamente la verdadera aportación de Internet a nuestras vidas y, con ello, intentar optimizar el potencial democrático que es capaz de desplegar la red de redes.
 
 
Siendo éste un planteamiento posible, es decir, el de la valoración crítica de la presencia de una herramienta tecnológica como Internet en nuestras vidas, desde nuestro punto de vista tal planteamiento no resulta el más interesante y, ni siquiera, el más adecuado. En este sentido, nos parece que volver a valorar Internet como herramienta tecnológica en sí misma al margen del uso que de ella se hace, solamente redundará, muy posiblemente, en una nueva exaltación de su potencial democrático que, por otra parte, resulta innegable. Pero, ¿por qué se ha de analizar el potencial de una tecnología en sí mismo? ¿Desde cuándo se valora el potencial democrático de los coches, las carreteras, o incluso el de las pistolas, carros de combate o bombas, a pesar de las innumerables muertes que todos estos avances tecnológicos producen, al margen del uso más o menos responsable que de ellos realizamos nosotros, los ciudadanos? ¿Desde cuándo se establece lo democrático o antidemocrático de una tecnología a partir de su potencialidad para llegar a hacer algo, al margen del uso concreto que de ella se hace?
 
A ningún usuario de Internet se le escapa que uno de los usos más comunes en Internet es el relacionado con actividades puramente comerciales, lúdicas o simplemente actividades propias de la sociedad de consumo en la que nos encontramos inmersos. Y ¿por qué debía ser de otro modo? ¿Por qué deberían existir en Internet unos valores completamente distintos o supuestamente alternativos a los que imperan en la sociedad desde donde se hace uso de tal tecnología? En definitiva, Internet no deja de ser un fiel reflejo, o quizás se haya convertido ya en el más fiel reflejo de lo que la sociedad contemporánea es en su conjunto, con todas sus luces y sombras. Una radiografía en blanco y negro de esta supuesta sociedad posmoderna en la que vivimos. Por todo ello, no cabe ver Internet como la causa de los usos poco democráticos o simplemente delictivos que en ella se producen. Ni siquiera es Internet responsable de convertirse en un sistema de valores alternativo a la sociedad capitalista que la ha generado, siendo todo ello posible. Ninguna tecnología es en sí misma democrática o antidemocrática, o culpable de delito alguno, o capaz de encabezar ninguna revolución, por muy loable que ésta pudiera ser. En todo caso, es el uso que los ciudadanos hacemos de las tecnologías y la ideología que subyace en esos usos los que admiten calificativo alguno.
 
 
En este sentido, nadie cuestiona, o al menos ningún sector importante de la población parece cuestionar que los coches, las carreteras, ni siquiera las pistolas u otro tipo de armamento, desaparezcan para siempre de nuestras vidas, sino más bien se proclama que se castigue democráticamente a aquellos que hacen un uso indebido y, sobre todo, que se regule el uso de las citadas tecnologías. ¿Para cuándo una regulación de Internet? Después de la lógica exaltación inicial con la que se suelen presentar la mayoría de los avances tecnológicos, debemos empezar a ser conscientes, hoy en día, del abundante uso indebido que se está haciendo de Internet y su necesaria regulación. Resulta más que sabido que la regulación legislativa con la que se dotan los estados para proteger a sus ciudadanos es lenta y, en algunos casos, incluso insuficiente. No obstante, independientemente del proceso en el que se encuentre tal regulación, los mismos usuarios de Internet y, en definitiva, la gran mayoría de ciudadanos de los países avanzados debemos empezar a plantearnos hasta dónde estamos dispuestos a ceder en nuestros derechos para que se haga un verdadero uso democrático de Internet. Intentar crear una regulación para Internet resulta, a simple vista, completamente contrario a la visión tecno-triunfalista con la que se empezó a vender esta tecnología en un primer momento. Crear regulaciones, obligaciones y deberes suena retrógrado, antidemocrático en muchas veces e, incluso, un adjetivo tan de moda hoy en día, anticonstitucional. Sin haber alcanzado aún, y posiblemente nunca, la totalidad de derechos civiles para el grueso de la población mundial, sí que es cierto que hoy en día disfrutamos de unos niveles de libertad posiblemente nunca antes conocidos. Lejos quedan ya las reivindicaciones civiles de algunos colectivos sociales en la década de los sesenta y setenta. Quizás, ha llegado ya el momento de empezar a fijar límites –con lo que eso supone- en algunos de nuestros derechos.
 

En muchas ciudades, los poderes públicos y privados han empezado a instalar cámaras de vigilancia en calles, centros escolares, centros comerciales, hogares, etc. Mientras que en otras muchas ciudades, se ha desplegado toda una arquitectura “neo-militar” basada en el encierro, clausura y separación de los distintos colectivos étnicos que allí habitan. Con todo ello, el derecho de los ciudadanos a la ciudad y el derecho de estos a una auténtica libertad de movimientos parecen verse en entredicho a diario en las principales metrópolis urbanas. En otro orden de cosas, las caricaturas de Mahoma publicadas en algunos periódicos europeos, junto a algunas manifestaciones artísticas en ARCO 2006 como la escultura de Cristo con un misil en las manos, han abierto un áspero y dispar debate sobre el derecho a la libertad de expresión. Toda una encrucijada de derechos civiles que ha de llevar a cualquier sociedad democráticamente madura a plantearse dos cuestiones claves: ¿Por qué nos da tanto miedo regular nuestros derechos fundamentales? ¿Y hasta dónde y cuánto estamos dispuestos a ceder para seguir manteniendo unas ciertas cuotas de convivencia pacífica?

 

 

La educación en valores, la prevención de los delitos, la concienciación social, el análisis y comentario de problemas sociales ocultos o tradicionalmente distorsionados y alejados de la realidad son mecanismos más que oportunos y necesarios a la hora de llevar a cabo una “pacífica y madura regulación” de nuestras libertades. Pero, ¿y si todo eso no fuese suficiente para evitar la difusión de valores antidemocráticos, la pornografía infantil y la coordinación y organización de actividades delictivas, no digamos de actos terroristas, a través de Internet? ¿Estaríamos dispuestos a que el Gran Hermano se asomara a nuestras vidas -sentimientos y deseos más íntimos? ¿Aceptaríamos firmar una cláusula que permitiese a los estados y responsables policiales acceder a nuestras cuentas de correo electrónico, a los archivos de nuestro disco duro a comprobar si tenemos guardadas imágenes de pornografía infantil o textos xenófobos? Sin duda alguna, esto supondría una forma de abrir nuestra mente a un ser superior capaz de protegernos de otros ciudadanos o ¿de nosotros mismos?

Nadie puede cuestionar el valor y potencial democrático de Internet, en todo caso la madurez democrática de parte de la sociedad que la utiliza.

Esto es lo que tiene releer una novela como 1984 de George Orwell en determinados momentos de la vida de uno.